Después de casi seis años viviendo en la capital del
Principado aún recuerdo que una de las primeras cosas que me llamó la atención
de este lugar fue su persistente y espesa niebla mañanera. Pero, no por el
fenómeno meteorológico en sí que lo tenía ya muy visto, sino porque éste puede
presentarse en cualquier día del año independientemente de la temperatura
ambiental del entorno. Dicho así puede parecer una tontería pero, para alguien
nacido y criado en Madrid, donde las nieblas casi siempre son el complemento
ideal de las gélidas temperaturas invernales de la Capital o de las frías
mañanas primaverales (o, incluso, estivales si hablamos de la Sierra madrileña), no es de
extrañar que el madrileño que aquí suscribe se sorprendiese y maravillase de
encontrarse de repente una mañana cualquiera atravesando el Campo de San
Francisco de camino al trabajo entre una espesa niebla y unos ideales 17 ó 19
grados. Aún hoy, después de todo este tiempo, es quizás una de las cosas que más
me gusta de esta pequeña ciudad.
Sin embargo, oculta detrás de esta agradable niebla
primaveral, hay una truculenta historia de muerte y aniquilación que mucha
gente desconoce. Efectivamente, querido lector, es en estos húmedos y
atemperados días de primavera cuando la vida vegetal y animal empieza a
eclosionar y a proliferar por todas partes, no sólo en los campos sino también
en plena ciudad. Entre tanta vida animal, uno de los pequeños seres que se deja
ver con frecuencia durante estos días de primavera por las calles de Oviedo es
el simpático caracol, paseando lenta y pesadamente sobre el pavimento y los muros
próximos a prados y jardines. Precisamente y muy a mi pesar, hoy he sido
testigo de camino al trabajo del cruel destino que a este pequeño gasterópodo
le espera sobre las baldosas de las inmaculadas aceras ovetenses por
aventurarse más allá de la confortable vegetación entre la que discurre su
sosegada vida. Como lo oye: ¡Cientos de diminutas e inofensivas vidas, con sus
casitas a cuestas, cercenadas bajo el peso de los desaprensivos pies de unos
despreocupados viandantes!
Horrorosas estampas de muerte y aniquilación impactaban
contra mis retinas según iba caminando por la acera que me llevaba al trabajo
mientras mi mente no podía dejar de pensar en sus tenues y gelatinosas
vocecitas gritando: “¡¡No, señor!! A mi no… ¡¡Por favor, no me pise!!”, justo antes
de escucharse el crujido de la frágil concha reventando contra el viscoso cuerpo
del pequeño caracol al ser aplastado por la suela del zapato de otro despistado
caminante que, quizás contrariadamente y con una cierta mueca de asco en su
rostro, haya pronunciado a continuación un “¡¡mierda!!” tan simple e inocuo
como el ser que acababa de matar impunemente.
En fin, cientos de pequeñas pero no por ello menos trágicas
muertes diarias son las que traen consigo las atemperadas nieblas ovetenses.
Muertes que, al fin y al cabo, podrían ser evitadas fácilmente prestando un
poquito de atención al suelo que se extiende frente a nosotros antes de dar cada
paso.
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