miércoles, 8 de mayo de 2013

La niebla en Oviedo a veces da miedo


Después de casi seis años viviendo en la capital del Principado aún recuerdo que una de las primeras cosas que me llamó la atención de este lugar fue su persistente y espesa niebla mañanera. Pero, no por el fenómeno meteorológico en sí que lo tenía ya muy visto, sino porque éste puede presentarse en cualquier día del año independientemente de la temperatura ambiental del entorno. Dicho así puede parecer una tontería pero, para alguien nacido y criado en Madrid, donde las nieblas casi siempre son el complemento ideal de las gélidas temperaturas invernales de la Capital o de las frías mañanas primaverales (o, incluso, estivales si hablamos de la Sierra madrileña), no es de extrañar que el madrileño que aquí suscribe se sorprendiese y maravillase de encontrarse de repente una mañana cualquiera atravesando el Campo de San Francisco de camino al trabajo entre una espesa niebla y unos ideales 17 ó 19 grados. Aún hoy, después de todo este tiempo, es quizás una de las cosas que más me gusta de esta pequeña ciudad.

Sin embargo, oculta detrás de esta agradable niebla primaveral, hay una truculenta historia de muerte y aniquilación que mucha gente desconoce. Efectivamente, querido lector, es en estos húmedos y atemperados días de primavera cuando la vida vegetal y animal empieza a eclosionar y a proliferar por todas partes, no sólo en los campos sino también en plena ciudad. Entre tanta vida animal, uno de los pequeños seres que se deja ver con frecuencia durante estos días de primavera por las calles de Oviedo es el simpático caracol, paseando lenta y pesadamente sobre el pavimento y los muros próximos a prados y jardines. Precisamente y muy a mi pesar, hoy he sido testigo de camino al trabajo del cruel destino que a este pequeño gasterópodo le espera sobre las baldosas de las inmaculadas aceras ovetenses por aventurarse más allá de la confortable vegetación entre la que discurre su sosegada vida. Como lo oye: ¡Cientos de diminutas e inofensivas vidas, con sus casitas a cuestas, cercenadas bajo el peso de los desaprensivos pies de unos despreocupados viandantes!

Horrorosas estampas de muerte y aniquilación impactaban contra mis retinas según iba caminando por la acera que me llevaba al trabajo mientras mi mente no podía dejar de pensar en sus tenues y gelatinosas vocecitas gritando: “¡¡No, señor!! A mi no… ¡¡Por favor, no me pise!!”, justo antes de escucharse el crujido de la frágil concha reventando contra el viscoso cuerpo del pequeño caracol al ser aplastado por la suela del zapato de otro despistado caminante que, quizás contrariadamente y con una cierta mueca de asco en su rostro, haya pronunciado a continuación un “¡¡mierda!!” tan simple e inocuo como el ser que acababa de matar impunemente.

En fin, cientos de pequeñas pero no por ello menos trágicas muertes diarias son las que traen consigo las atemperadas nieblas ovetenses. Muertes que, al fin y al cabo, podrían ser evitadas fácilmente prestando un poquito de atención al suelo que se extiende frente a nosotros antes de dar cada paso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario