A veces me pregunto hasta qué punto sigo siendo la misma persona que era hace, por ejemplo, 30 años o, sin ir más lejos, hace sólo 10 años. Me refiero a que si es posible que una persona cambie tanto en su forma de ser, su forma de ver las cosas o, desde el punto de vista neurológico, de procesar la información y los estímulos que le vienen del exterior que, pasados los años, no tenga nada que ver con la persona que fue cuando su personalidad comenzó a forjarse en su infancia, hasta el punto de que un anciano muera siendo alguien totalmente distinto a aquel que fue durante su juventud.
Dicha reflexión surge del hecho de que, cuando intento recordar sensaciones o reflexiones abstractas que tenía de pequeño, ya no consigo revivir aquella inmensidad, aquel vértigo o esa impotencia que me hacían sentir dichas reflexiones. El ejemplo más palpable de esto que intento explicar es una idea que me mantenía la cabeza ocupada durante horas acerca de la imposibilidad de ser otra persona al mismo tiempo. Idea que, por otro lado, nunca he llegado a saber a ciencia cierta de donde me vino. El caso es que intentaba imaginar qué pasaría si mi ser consciente estuviera ubicado en otra persona y, por tanto, como percibiría el mundo a través de ese otro cuerpo y si podría ocurrir que esa otra parte de mi se encontrase en un lugar y en un momento concreto conmigo mismo. Esa idea, a primera vista absurda e imposible, me hacía entrar en un bucle de divagaciones mentales cuyo fin era dar respuesta a la pregunta de por qué no podía ser yo y otra persona al mismo tiempo o, desde otra perspectiva, si era posible ser una misma persona en dos cuerpos distintos. Claro está, desde la distorsión que supone el paso del tiempo, sé que dicho planteamiento queda tan alejado de la idea original que, descrito de esta forma, me resulta hasta banal y vacío de la carga metafísica que yo recuerdo que sentía sobre mi cabeza siendo niño. Era la inmensidad de la idea en sí y la imposibilidad de dar con una respuesta la que me llevaba a seguir dándole vueltas y a sentir un extraño placer en ello.
Ahora la mayoría de mis reflexiones son mucho más mundanas y materialistas supongo que porque sé que no merece la pena gastar ni tiempo ni energías en darle vueltas a asuntos como aquel y a veces me sorprendo tanto de que tuviese aquella forma de pensar que me da la impresión de que el niño que se hacía esa clase de preguntas no era yo. En el fondo, ahora me doy cuenta de que, en cierto modo, la vida me ha resuelto con los años otra paradoja que jamás me había planteado: ahora sé que se pueden poseer distintas conciencias que jamás llegarán a coincidir en el tiempo en un mismo cuerpo.
En fin, todo esto me lleva a la conclusión de que se llega a ciertas horas del día en que resulta más provechoso dejar de hacerse preguntas estúpidas y dedicar el tiempo a darle un merecido descanso al cuerpo y a la mente.
Buenas noches.
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