martes, 14 de junio de 2011

UN CUENTO DE ARENA DORADA

Hace muchos años, en un país como otro cualquiera, vivió un joven apasionado de la exploración, ya fuese celeste o terrestre, animal o vegetal o, incluso, material o inmaterial. Pasábase horas y horas investigando, de día por el campo, en busca de cualquier cosa que pudiese llamar su innata curiosidad de naturalista y, de noche, escudriñando los cielos en busca de planetas, estrellas, asteroides y nuevos cometas aún por descubrir como buen astrónomo aficionado.

Un día llegaron a sus oídos noticias de una tierra lejana y aún incógnita que guardaba grandes maravillas, encantos y sorpresas para aquel que primero la descubriera. Se decía de ella que la arena de sus playas era dorada y resplandecía con el brillo de mil diamantes al mínimo contacto con los rayos del Sol; que sus lagos interiores refulgían con un verde esmeralda jamás visto, verde que competía en belleza con el de su tupida vegetación y que contrastaba con los encarnados ríos de lava que manaban copiosos de la boca de sus volcanes, escurriendo lenta y majestuosamente por sus faldas cual lisa melena sobre los hombros de la más hermosa y pelirroja dama. A partir de ese día, nuestro joven dejó de dormir por soñar con hallar aquel desconocido paraíso y, a cada día que pasaba, los relatos que sobre la belleza de aquella tierra le llegaban crecían en grandiosidad y detalle.

Así pues, aquel joven, determinado en ser el primero en poner pie sobre sus playas y en darle un nombre a ese edén, escudriñó los cielos e investigó mapas y cartas náuticas, cada centímetro de sus tierras y de sus mares y cada palabra que en ellos aparecía escrita, para encontrar alguna pista que le condujese hacia él, embarcándose finalmente en una arriesgada empresa que le llevaría a circunnavegar el Orbe.

Mas pasaron los días y las noches, uno tras otro hasta contarse primero por meses, luego por años y, finalmente, por lustros. Media vida consumida en navegar de uno a otro océano y de uno a otro polo terrestre y ni rastro halló de aquellas tierras. Y tanta infructuosa búsqueda fue poco a poco consumiendo, también, tanto su inquebrantable determinación como su lozana juventud hasta que por fin, un gris día de noviembre, cansado y cabizbajo, despidiose de aquellos que fueron sus compañeros en la búsqueda y que, a la postre, habíanse convertido en sus mejores amigos y cogió otro barco que le llevaría rumbo a su hogar para dedicarse a otros menesteres menos volátiles y más productivos, olvidando por siempre aquel sueño inalcanzable.

Pero he aquí que, tras meses de viaje de regreso a su país, al llegar a su casa y abrir la puerta, encontrose a un menudo y ajado anciano de largas y canosas melenas que, jugueteando en el recibidor con lo que parecía ser la rama de un aromático árbol, mirábale con despreocupados pero profundos ojos negros esperando la inevitable reacción de aquel que acababa de cruzar el umbral de su propia casa. Sin saber que hacer y entre temeroso y espoleado por su innata curiosidad, nuestro ya no tan joven personaje preguntole a aquel anciano, mientras colgaba en un destartalado perchero su chorreante sayo, lo que era menester en semejante caso: cómo demonios había conseguido entrar en su casa y qué era lo que hasta ella le traía. A lo que aquel imperturbable anciano respondiole con un agudo y casi ridículo hilillo de voz:

-¿Por dónde sino por la puerta?- y, tras un profundo carraspeo que le hizo mejorar un poco el aspecto de su voz sentenció: -Bueno, irreverente joven, me trae una oportunidad que sólo un loco podría rechazar.

Dicha respuesta le dejó doblemente descolocado por lo que el anciano, previendo la reacción hostil ante su inesperada presencia y antes de que tuviese tiempo para echarle de su casa, apresurose a decirle que él podía conducirle a lo que tantos años había dedicado a encontrar. Esas palabras terminaron por desconcertarle completamente y, casi sin fuerzas ni convicción para invitar al viejo a abandonar su casa, nuestro hombre dejó caer el peso muerto de su cuerpo sobre el viejo sillón polvoriento que gobernaba el pequeño salón de su casa y, con un aire entre agotado e indiferente, pidiole al anciano que dijese lo que tuviera que contarle al respecto o que saliese por donde había entrado.

De modo que el viejo sentose sobre una mugrienta alfombra que había ante el sillón y díjole así:

- Ayudarte podría, mi joven padawan... ¡Uy! Perdón, a estas edades uno ya no sabe muy bien por donde pisa-. Y, tras un breve pero socarrón ataque de risa, prosiguió: -En fin, jovenzuelo de tres al cuarto, sé que has perdido media vida buscando una tierra de la que te hablaron y que ni siquiera, después de tantos años, has llegado a atisbar en el horizonte. Sé también que piensas que esa tierra no existe y que fuiste víctima de una serie de engaños que te jugaron tu ilusión y tu desaforada fantasía y que te han hecho regresar a donde partiste con las manos y el corazón vacíos.

- ¿Y tú cómo sabes eso?- Interrumpiole malhumoradamente nuestro desilusionado hombre.

- ¡Eso no viene al caso, maleducado jovenzuelo! Y no me vuelvas a interrumpir que no estoy yo a mis años como para perder el tiempo con chiquilladas.

Y, tras llevarse a la boca y masticar concienzuda pero pausadamente una de las aserradas, lustrosas y aromáticas hojas que poblaban la rama con la que había estado jugueteando todo el rato, continuó:

- Como te dije antes, vine a hacerte una oferta. Un trato que te permitiría ver y pisar aquello por lo que tantos años de tu vida has perdido pero...

Antes de que pudiese acabar de oír la frase nuestro ya no tan joven protagonista habíase sumido en un profundo y reparador sueño del cual no despertaría hasta pasados tres días. Así de agotado le dejo su infructuosa búsqueda. Cuando lo hizo, vio que delante suyo y sobre la alfombra, hallábanse la rama del aromático árbol junto a la bola de cristal pero ni rastro quedaba del menudo anciano de blanca cabellera. Sin darle importancia, principalmente por el hambre que devoraba sus entrañas tras tres días de ayuno, dirijiose a la despensa para buscar un mendrugo de pan o algo que poder llevarse a la boca, mas nada comestible encontró salvo unas avellanas encerradas en un bote que estaban más rancias que las barbas de aquel misterioso viejo pero, aun así, comenzó a comerlas con más hambre que gusto. Sin embargo, a la que se daba la vuelta para salir por la puerta de la despensa estuvo a punto de atragantarse con una de esas avellanas. Fue tal su sorpresa al encontrarse ante sus pies la dichosa bola de cristal. Con más miedo que otra cosa, agachose sigilosamente para cogerla y, según acercábasela a los ojos pudo observar como empezaba a hacerse perceptible una imagen que le resultaba familiar. Era el puerto de su ciudad y, en uno de sus muelles, un barco amarrado que parecía listo para zarpar y en cuya cubierta podía verse a un pequeño anciano de blanca melena. Sin apenas reflexionar sobre lo que acababa de ver, nuestro hombre sintió el irrefrenable impulso de salir corriendo hacia el puerto. Así que sin entretenerse en coger nada para lo que parecía que sería un largo viaje salió de su casa como alma que lleva el diablo.

Cuando llegó al muelle donde efectivamente se encontraba amarrado el barco que en aquella misteriosa bola pudo ver, dirigiose al capitán para enrolarse como tripulación acreditando sus años de experiencia en la mar.

- ¡Bienvenido sea, joven! A fé mía que manos fuertes nos harán falta para tan larga travesía hacia los mares del sur.

Una vez a bordo, dedicose infructuosamente a buscar al anciano mas encontrarle no pudo. Así que con una mezcla de desilusión y desasosiego hízose a la mar sin saber qué podía depararle un viaje en un barco que ni siquiera se dirigía a donde su corazón le empujaba.

Tras dos meses de navegación llegó el momento de doblar el Cabo de Hornos y, cómo no, allí les estaba esperando una terrible tormenta que, a pesar de todos los esfuerzos del capitán y su tripulación, vino a dar buena cuenta del navío, haciéndolo añicos y esparciendo sus restos por el vasto océano. En uno de esos restos encontrose nuestro ya no tan joven hombre flotando inconsciente a la deriva hasta que un fuerte golpe contra una roca, días más tarde, le devolvió a la realidad. Desorientado y en un estado de deshidratación deplorable, arrastrose como pudo hasta la arena de la playa cuyos límites los marcaba por uno de sus lados la roca que le había despertado. Allí quedó nuevamente inconsciente no sin antes imaginar que la arena donde reposaba pareciole que brillaba con el fulgor de mil diamantes...

- ¡... viejo amigo, despierta!

No podía creerlo, era uno de sus viejos compañeros de infructuosa búsqueda que en ese preciso instante le ofrecía un cuenco de agua y un buen mendrugo de pan con algo que parecía carne asada.

- ¿Dónde estoy? ¿Cómo me has encontrado?- Preguntole nuestro no tan joven y desorientado náufrago a su viejo amigo, no sin antes haberle dado un par de buenos tragos al cuenco y otros tantos buenos mordiscos al mendrugo de pan.

- No te lo vas a creer pero has venido a parar a la tierra que tú y yo anduvimos buscando durante tantos años.

- Pe... pero... ¿Tú? ¿Cómo es que estás tú aquí también?

Entre sorbo de agua y bocado al mendrugo escuchó atentamente lo que su amigo fue relatándole. De cómo, tras abandonar él la expedición, su nave entró en una zona de mareas extrañas en las que la brújula volviose loca, perdiendo el rumbo y toda posibilidad de orientación pues una densa capa de nubes cubrioles el cielo durante días. Así navegaron a la deriva hasta que una oscura noche sin luna el casco de la embarcación encalló contra unas rocas. A la mañana siguiente vieron ante sus ojos el espectáculo de una fulgurante playa dorada bajo los primeros rayos de la mañana sobre un fondo de vegetación verde como nunca habían visto y supieron entonces que habían llegado a lo que tanto tiempo les había llevado encontrar.

- Esto es más maravilloso y espectacular de lo que habíamos oído. ¿Ves?- Dijo cogiendo un puñado de arena de la playa y soltando una sonora y nerviosa carcajada. -¡Es polvo de oro puro! Con razón brilla de esa forma. ¿Te das cuenta de que ahora somos ricos? ¡Los hombres más ricos del mundo!- Sentenció con los ojos desorbitados por la codicia.

A nuestro protagonista sorprendiole aquella desmesurada reacción en su viejo amigo, al que para nada tenía por codicioso, pero prefirió no darle demasiada importancia. Habría sido un golpe de sol, pensó, y prefirió preguntarle por el resto de los compañeros que viajaron en el barco hasta allí.

- ¿Los demás dices? Mmmmm, pues unos cuantos repararon el barco y se hicieron a la mar con la pretensión de regresar a casa y, la verdad, no sé que habrá sido de ellos. En cuanto a los demás que quedamos aquí, cada uno nos fuimos por nuestro lado para establecernos independientemente-. Y concluyó: - Ahora lo que tienes que hacer es reponer fuerzas y descansar, que da pena verte. Allí, junto a la playa, tienes una pequeña choza donde habitar. ¡Ah! Y no tengas prisa, aquí tenemos todo el tiempo del mundo.

Dicho esto, se incorporó y dio media vuelta para perderse entre la espesura de la vegetación.

Durante los siguientes días, nuestro ya no tan joven hombre aprovechó para explorar el territorio y a cada paso que daba descubría nuevas maravillas que aquella tierra desconocida escondía. De este modo, poco a poco iba creciendo en el un apasionado sentimiento hacia aquel nuevo mundo y hacia los secretos que guardaba. Sin embargo, del resto de sus antiguos compañeros, en ningún momento tuvo una señal o noticia. Así que un buen día, abordando a su amigo, díjole así:

- Mira, me he recorrido palmo a palmo todo el territorio que alcanza nuestra vista y no he conseguido ver a nadie más a parte de nosotros dos, ni señal alguna que me haga sospechar que hay más gente. Por favor, cuéntame que sucede.

Su amigo, tras intentar esquivar las demandas de nuestro protagonista, terminó confesando lo que en realidad sucedió. Entre lágrimas e insensatos reproches contole que tras partir en el reparado navío aquel grupo de hombres, su codicia por el oro que guardaban aquellas playas fue creciendo cada día que pasaba a la par que también crecía el miedo a que sus compañeros intentasen arrebatárselo o salir de la isla para hacer público al mundo las riquezas en oro y piedras preciosas que allí había. Así que no le quedó más remedio que ir matándolos uno a uno antes de que cada uno de ellos hiciese lo propio con él.

No podía dar crédito a sus oídos nuestro hombre y, con un hondo temor en su interior ante lo que podría hacerle el que una vez fue su amigo, decidió alejarse de él sin dirigirle ninguna palabra más.

- ¿Dónde vas? ¿Qué haces? ¡No tienes por qué temerme! Somos amigos… ¡Vuelve!-. Gritábale su trastornado amigo mientras se alejaba hacia la espesura del interior.

De este modo volvieron a perder el contacto. Los días transcurrían allí sin pena ni gloria y sin prisa y nuestro amigo se dedicaba a catalogar todo lo que encontraba y por las noches intentaba averiguar la posición en el globo terrestre de aquel mundo a partir de la posición relativa de las estrellas, sin embargo, ninguna de las constelaciones que observaba en el firmamento resultábanle familiares, por lo que tuvo que desistir.

 Una noche, cuando no habían pasado apenas dos meses desde que llegase, apareciósele en sueños el menudo y ajado anciano que le había traído hasta allí y con voz atronadora, para nada similar a la que tenía cuando le conoció, díjole:

- Mi joven padawan... ¡Cáspita! Quería decir mi maleducado joven, has de saber que no es conveniente que permanezcas aquí mucho tiempo más. Sé que esta tierra te atrae y no precisamente por sus riquezas minerales, como le ocurre a tu amigo, sino por su encanto y riqueza natural. Eso está muy bien pero, como ya te dije aquel día en tu casa y que tú no recuerdas por haberte quedado dormido, llegará un momento en que tendrás que elegir entre marcharte de aquí o quedarte, con lo que ello conlleva, es decir, que tarde o temprano deberás enfrentarte con tu amigo a vida o muerte por la posesión de este territorio. Así pues, tienes en tus manos la elección de ganar la satisfacción de haber conseguido lo que buscabas, quedándote con el recuerdo y lo poco que de aquí te puedas llevar para poder contárselo y mostrárselo a tu gente o, bien, de perder a un amigo y cualquier futuro que pudieras tener en tu ciudad y tu país de origen por permanecer por siempre junto a esta tierra. Elijas lo que elijas, tu decisión habrá sido, yo en eso no podré hacer nada. No obstante, si al final elijes la primera opción, te preguntarás de qué manera podrás salir de aquí sin ningún medio y sin posibilidad de orientarte. No te preocupes por ello, llegado el momento sabrás como hacerlo.

Dicho esto, nuestro amigo despertó sorprendido por un golpe de aire cálido y sulfuroso que bajaba del volcán que se erguía tras él.

Los días siguientes al sueño no hizo más que darle vueltas a todo lo que le había oído decir al anciano. Una mañana, mientras reposaba tumbado en la arena de la playa tras un reconfortante baño, sintió de repente unas pisadas que se dirigían hacia donde él se encontraba. Tuvo el tiempo suficiente para girar la cabeza y mover el tronco lo suficiente como para esquivar el palazo que su viejo amigo intentaba propinarle en el cráneo. El segundo palazo no alcanzó su objetivo porque nuestro ya no tan joven personaje estuvo lo suficientemente rápido como para echarle el polvo de oro que formaba la arena en los ojos, cegándole temporalmente la visión.

- Pero, ¿se puede saber qué haces?

- ¡Te he visto! Intentabas robarme mi arena de oro.

- ¡Tú estás loco! Sólo estaba descansando en la playa.

Mientras uno le gritaba al otro, alrededor de ambos el viento hacíase cada vez más fuerte y unas amenazadoras nubes negras lo empezaban a cubrir todo. Fue entonces cuando el amigo trastornado comenzó a correr blandiendo la pala en clara actitud ofensiva tras nuestro personaje, al cual sólo le quedó huir e intentar esquivar malamente lo golpes de pala que intentaba asestarle su antiguo amigo. A todo esto, ya había comenzado a llover copiosamente y los rayos que caían cercanos restallaban cada vez más fuerte. En uno de aquellos fogonazos, el perseguido pudo descubrir semienterrada lo que parecía ser una bala de cañón. Instintivamente, la cogió y esperó escondido a que se acercase su perseguidor al que, en cuanto estuvo a su alcance, golpeó fuertemente en la cabeza con dicha bala, cayendo inconsciente sobre la arena de la playa al momento. Invadiéronle entonces unas repentinas e irrefrenables ganas de acabar con él pero, en el preciso instante en el que alzaba la bala para coger impulso y asestarle el golpe definitivo en la cabeza, el resplandor de un rayo le mostró ante él un robusto laurel que, sin embargo, agitábase con el viento como queriendo zafarse de sus raíces para echarse al mar a nadar. También observó que entre sus ramas sacudíase una gruesa cuerda que terminaba en uno de sus extremos unida a lo que parecía un salvavidas.

Fue en ese preciso instante cuando nuestro ya no tan joven hombre recordó las palabras que el anciano le había dirigido en su sueño: "... llegado el momento sabrás como hacerlo", y vio claro el momento para salir de aquella codiciada tierra. Sin pensárselo dos veces, cogió la cuerda y comenzó a anudarse las piernas, el cuerpo y lo que pudo de los brazos al tronco del árbol sin perder por un momento de vista y de alcance el salvavidas. El tiempo parecía pasar muy despacio mientras la tormenta arreciaba. El árbol se agitaba cada vez más pero parecía que nunca iba a desprenderse de la roca a la que tímidamente seguía agarrada. La marea seguía subiendo y las olas ya casi llegaban hasta donde él se encontraba. En otro fugaz relámpago pudo ver como su amigo había conseguido incorporarse y salir corriendo huyendo algo desorientado de las olas que se le venían encima. De repente, un fuerte golpe de mar arrancó de cuajo las raíces del árbol lanzándolo violentamente al mar con su improvisado polizón a bordo. En cuestión de segundos ambos, el laurel y su polizón, desaparecieron en la oscuridad de la tormenta engullidos con violencia por las olas.
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Esta mañana, al bajar a por el pan, me he encontrado con la pequeña vecina del tercero, iba sonriente con unas tijeras y al preguntarla que ha donde iba tan dicharachera me ha contado que bajaba a cortar una rama al viejo laurel del jardín, que su madre lo necesitaba para cocinar no sé que plato, y ha insistido en que subiera esta tarde a su casa para enseñarme los tesoros que su abuelo tiene guardados en un viejo arcón y, en voz baja para que no se enterase nadie pero sonriente, me ha confesado que entre esos tesoros hay una pequeña bolsa de cuero con un puñado de arena de polvo de oro.

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