lunes, 30 de enero de 2012

CALLE ABAJO

“Creo que es buen momento para irse a casa”, pensó mientras apuraba su último cubata sin quitarle la vista de encima al culo de la camarera que rellenaba la cubitera frente a él, al otro lado de la barra. Así que, a la que se dio la vuelta la chica y aún con lo ojos clavados en el lugar donde antes estaba ella, le pidió la cuenta, pagó con un arrugado billete de 50 euros que sacó del bolsillo derecho de su pantalón y, agarrando el abrigo, se dirigió hacia la puerta de salida de la discoteca sin esperar a que le hubiesen dado el cambio y no precisamente porque le apeteciese dejarle una buena propina a la camarera por el regalo de las vistas. Importante era pues la borrachera que llevaba aquel hombre encima.

Punzante taladraba sus oídos esa noche el frío invernal de un enero agonizante cualquiera. Arriba, en el cielo, la delgada sonrisa que dibujaba la Luna entre los jirones de nubes que el viento había dejado a su paso le recordó por un momento los restos de uñas que esa misma mañana había dejado sembrados por el suelo del cuarto de baño y que, de nuevo con las prisas, había olvidado recoger antes de salir de casa. Tal era el frío que hacía que cualquier pensamiento era bueno para distraer la mente de aquel dolor que castigaba sus oídos en su interminable camino de regreso a casa.

En uno de esos fugaces instantes de lucidez que su mente le dejaba en el trabajoso esfuerzo por controlar sus trastabillantes pasos calle abajo, consiguió despegar la vista de las líneas que las baldosas del suelo dibujaban a lo largo de la acera y vio que, al final de la empinada e interminable calle, un camión de la basura vaciaba los cubos de un portal frente a su casa e inmediatamente pensó, con uno de esos relámpagos de consciencia que iluminan las mentes sumergidas en una espesa neblina alcohólica, que ese año no se presentaba especialmente prometedor, al igual que lo fueron el pasado, el antepasado y así, sucesivamente, hasta donde su memoria le permitía alcanzar. Mientras esto pensaba, súbitamente, fue sorprendido por el frío y desagradable chorro de agua que la manguera de un operario de la limpieza urbana escupía justo a su lado y del que no se había percatado por estar absorto en los pensamientos en torno a aquel camión de la basura. Tan pronto como se lo permitió la borrachera, detuvo sus pasos, se giró torpemente hacia la manguera que yacía en el suelo cual boa constrictor recién alimentada, pues el operario andaba a otros menesteres a unos cuantos metros de allí, y, levantando el dedo índice de su mano izquierda en actitud represora, farfulló unos ininteligibles palabros que ni siquiera él hubiera alcanzado a comprender de haber estado sobrio. Hecho esto, volvió a girarse espasmódicamente sobre sus pies y, con aire de satisfacción, retomó su trastabillante camino a casa.

Cuando aún no había dado ni cinco pasos, sintió cómo el pie que en ese momento debería haberse apoyado firmemente en el suelo, se le deslizaba por contra hacia delante involuntariamente y, medio segundo después, se encontró sentado sobre la acera en mitad del gran reguero de agua que, saliendo de la manguera, corría indómita calle abajo. Justo entonces, aquel punzante dolor de oído que silenciosamente le había estado acompañando durante todo el trayecto se transformó, casi por arte de magia, en un agudo y penetrante dolor en la rabadilla y, de repente, una inquietante idea se le pasó por la cabeza: el desagradable olor que le rodeaba no podía ser otra cosa que el de las heces que, de la hostia, había expulsado involuntariamente por su esfínter. Con más asco que vergüenza y tras el desconcierto inicial de rigor, consiguió incorporarse lenta y trabajosamente sobre la acera y, para su efímero alivio, pudo comprobar al echar la mirada hacia el suelo que aquel olor provenía de la deposición de perro que había pisado y sobre la que se había sentado al caer. Así pues, una vez hechas las comprobaciones pertinentes, recuperó la poca y maltrecha compostura que le quedaba y retomó su accidentado camino a casa.

Como aquel que tiene una tarea pendiente inacabada y para evadirse del olor a mierda que llevaba adosado al chorreante pantalón, volvió a centrar su atención todo lo que su estado le permitía en el camión de la basura que, para entonces, ya había llegado al final de la calle y se disponía a girar en una glorieta para tomarla de subida. En aquel momento, oyó a sus espaldas la voz de un hombre que parecía llamarle: – ¡Eh, chaval! ¿Es tuya esta cartera? –. Al oír esas palabras, automáticamente se echó la mano al bolsillo trasero de su pantalón y, efectivamente, comprobó que en algún momento de la caída su cartera había escapado del lugar en el que había estado confinada junto a sus posaderas. De nuevo, volvió a girarse espasmódicamente sobre sus pies y pudo ver no sin esfuerzo que, en mitad de la reverberante oscuridad de la calle, el hombre, posiblemente el operario de limpieza que había dejado en el suelo la dichosa manguera, se le aproximaba corriendo y blandiendo un pequeño y oscuro objeto en la mano. Cuando aun no había llegado a su altura, el hombre súbitamente se detuvo y, sin mediar palabra, le lanzó la cartera con la intención de que la cogiese al vuelo.

– ¡Lo siento, tío, tengo el furgón de riego sin el freno de mano echado! – Gritó apresurado el operario mientras corría de nuevo calle arriba sobre sus pasos. Al mismo tiempo, la cartera iba dibujando una trayectoria parabólica en el aire en dirección hacia donde él estaba y, casi sin tiempo para reaccionar, extendió el brazo con intención de agarrar la cartera al vuelo, cosa que, dado su estado de embriaguez, evidentemente no consiguió. La cartera golpeó sin embargo en su mano con la suficiente fuerza como para ser lanzada otros cuantos metros hacia atrás calle abajo, con tan mala suerte que fue a parar a un contenedor de basura que se hallaba situado con la tapa abierta sobre la acera.

Más desairado que malhumorado, se dirigió tambaleándose hacia el contenedor y, una vez junto a él, acercó su cabeza al borde para ver si conseguía atisbar dónde narices podía encontrarse su cartera entre el montón de bolsas negras y grises que se apretaban en su interior. De repente, medio iluminada por la tenue luz de una farola distante, consiguió verla colocada de canto entre dos bolsas en mitad del contenedor. Sin reparar en su nula capacidad para mantener el equilibrio debido a su estado y cuán cerca se encontraba el camión de la basura, decidió inclinarse sobre el borde del contenedor para intentar alcanzar con la mano su descarriada cartera y, entonces, ocurrió lo inevitable: sus pies perdieron el contacto con el suelo y el peso de su tronco superior hizo que el hombre se precipitase irremediablemente hacia el interior del contenedor, siendo sepultado en un momento por el montón de bolsas de basura que lo llenaban. Sólo unos segundos pudo forcejear con las bolsas para intentar zafarse de su peso e incorporarse antes de que la conjunción de la falta de aire y de su elevada alcoholemia consiguieran vencerle y privarle del poco conocimiento que aún conservaba, el tiempo justo para que el camión de la basura llegase a la altura del contenedor y sus operarios vaciaran apresuradamente su contenido en el interior de la mole con ruedas.

Así fue, pues, como aquel hombre cargado de cubatas y cualquier promesa que le hubiera tenido preparada ese año la vida devinieron en un montón de basura con toda una vida de reciclaje por delante. Un prometedor fin para un hombre sin pasado ni futuro que creyó que era un buen momento para irse a casa.

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